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RECONOCERME

De nuevo, abierto, el candado sutil, que encierra con su abrazo metálico el regreso esencial de las cuatro estaciones, marca con un gesto imperceptible el ciclo de la realidad y sus reflejos. Por un instante, la música de un saxo, abandonando su voz contra el muro inquebrantable de la melodía que se inicia, es el cristal infinito que me envuelve.

Conduzco sobre una línea recta que dormita encima del cemento ausente. La carretera serpentea con recodos tan pequeños que no parecen ser ciertos. Vienen a mi mente, agolpándose con extrema dulzura, los ecos del último instante en que me sentí parte de alguien y de algo, señal erguida sobre un paisaje, signo, rama inquieta nacida de la corteza gruesa del árbol del otoño.

Lo que fui y lo que soy se mezclan. Amalgaman los temores, mis miedos, y los signos abiertos con que he intentado, desde siempre, cerrar las preguntas y las sombras Fuera de mí, sólo la brisa excitada y nacida del inquieto movimiento del camino se atreve a dispararme la melancolía, con un tiro certero que me alcanza la orilla más desértica del alma.

Tras tantos años, después de deambular por la existencia que cubre mi piel, nombrada con mi nombre, es ahora cuando menos me reconozco. No me sirve el espejo del otro, el reflejo del agua, las hojas fallecidas de calendarios rotos, los rumores, las primeras impresiones de quienes nada son, ni nada fueron. Inútil es buscar mi identidad en frases concéntricas que juegan a un escondite extraño en las palabras. No me importa la desinencia antigua que me permitió conjugar un beso con un sueño, la duda con el grito ahogado del silencio buscado. No sé quién es la esencia que aún tiembla en el interior de este cuerpo a quien todos dicen que soy yo.

Atrás, como una bisagra que jamás desaparece, que nunca deseará abrirse del todo, el pasado se erige como la montaña más conocida y transitada. Me tiende su mano vacía, ya extinguida, cantándome la canción desvanecida que entona la memoria. Allí, en el ayer, tampoco reconozco la forma de mis manos. Sé que hay nombres y bocas, caricias, interrogantes, abrazos que murieron aún antes de nacer, sobre mis brazos. Y aun así, el pasado no es tampoco la estación donde quisieran detenerse mis pasos. Camino por un sendero tan incierto como exacto. Sin retorno. Sin posible regreso más allá del invierno.

Busco, como lo hice cuando de niña correteaba la realidad para hallar mi sonrisa, un algo indefinible que, al anochecer, reta mi miedo y, al nacer el día, serena mi inquietud al no poder nombrarse. No sé. Me desconozco. Sin pudor me declaro un pasar del tiempo en vano, un hoy al que llegan con retraso los trenes del mañana, un ahora a la zozobra, un punto que creyó ser luz en algún tramo vital de este largo camino que aún recorro. No me reconozco en ti, ni en una flor, ni en un río que desborda la tierra con su cauce liberado. Nada soy ante los ojos inmensos de la nada: edificio en construcción empeñándose en abrir ventanas invisibles y aniquilar los muros inservibles del ayer que fuera ayer nombrado.

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Cámara NIKON D60
Objetivo AF-S DX Zoom-Nikkor 18-55mm f/3.5-5.6G ED II
Diafragma 5.6
Tiempo de exposición 1/80
Distancia focal 48.0 mm
ISO 200